Chile: desigualdad, consumismo y Excepción

by chicaliendo Wednesday, Mar. 03, 2010 at 3:33 PM

La situación de violencia que se está viviendo en las zonas afectadas por el terremoto a días de la catástrofe, con vecinos armados y múltiples saqueos, desnuda con fuerza los límites de la sociedad que hemos construido.

Chile: desigualdad, ...
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Pero no como lo pinta Villegas en su columna de hoy en La Tercera, uno de sus desvaríos más fascistoides de los que tengamos memoria.
En su delirio, algo es cierto: las informaciones que nos llegan ya sea por las vías tradicionales o por toda la nube de medios 2.0 hablan de una situación tan caótica que ha requerido medidas “excepcionales”, esto es, de una puesta en pausa de la normalidad con el fin de gestionar de mejor manera una situación de otra forma inmanejable.

La postal del carabinero con su pistola de servicio al cuello de un supuesto saqueador ilustra esa excepción, tal como lo dice Villegas. Pero tras la tibia aceptación de este hecho a la que nos conduce muchas veces el sentido común, azuzada por los delirios marciales de estos sociólogos de tv, se esconde un problema fundamental acerca de la legitimidad de las instituciones políticas y de sus garantes.

Como lo señalan hoy múltiples constituciones políticas alrededor del mundo, dictar el estado de excepción es una potestad de los gobiernos soberanos que es resguardada en la constitución de cada república, con mayor o menor injerencia parlamentaria según los casos y países. La inclusión de estos estados ha sido un problema fundamental para la historiografía del Estado y su ejercicio. El caso de Chile es una exposición casi transparente de estas dificultades: la situación legal en apariencia tan aséptica que comunica el articulado que detalla estas facultades, está profundamente contaminada con la historia reciente del país.

Como bien sabemos, la excepción constitucional fue la herramienta de control social y político más importante con la que contara desde su comienzo el más ilegítimo de los gobiernos posibles, como fue la Dictadura de Pinochet. Desde el mismo 11 de septiembre de 1973 hasta el año 78, cuando la Junta comienza a trazar su plan de institucionalización del proceso de “reconstrucción nacional”, el Estado recurrió primero al Estado de Sitio y luego al Toque de Queda como herramientas permanentes de seguridad nacional.

En 1980, dos años después de eso, en los que se utilizó esporádicamente la excepción, el gobierno conseguía la aprobación fraudulenta de un texto constitucional autoritario que entregaba larguísimas atribuciones al ejecutivo en esta materia. La Dictadura lograba así una suerte de estado ideal autoritario al transformar en derecho aquello que por años venía practicando de hecho. Durante la década de los 80' los estados de excepción se volvieron a decretar en ocasiones puntuales, como cuando lo de las protestas.

Las reformas constitucionales de 1989 mitigaron las facultades del ejecutivo en esta materia (introduciendo la consulta al congreso nacional), pero dejaron intacto el problema de fondo: la aprobación legal de una facultad constitucional en medio de su ejercicio ilegitimo. Paradoja: ladrones promulgando leyes que permitan el robo, asesinos legalizando el asesinato, excepciones que se transforman en regla. La continuidad de un acto excepcional sancionada ahora legalmente como normal es un suceso profundamente violento, pero nadie parece relacionarlo con la violencia social que vemos hoy en los saqueos y los vecinos armados.


Porque sobre esta excepción devenida – ilegítimamente – normalidad se han construido otras anormalidades a su imagen y semejanza, en el Chile postdictatorial. La más profunda de ellas es, sin duda, la fractura social provocada por la campeante desigualdad que crece día a día. Si la injusticia muestra los niveles que hoy conocemos y el país sigue funcionando normalmente, no es de extrañar que en una situación realmente excepcional como es una catástrofe, aflore un deseo violento y monstruoso por solventar esa injusticia de raíz. La excepción, mostrando su cara inversa, afecta así la falaz normalización de un estado excepcional fraudulento. En este sentido, lo que hace el terremoto como verdadera excepción es simplemente desnudar la gradiente de exclusión que de otra forma permanecería sumisamente normalizada por la experiencia cotidiana.

Ahora bien, la moral cristiana que crece fecunda sobre estas ilegitimidades nos permite hacer ciertos distingos. Conmovidos por la suerte del que tiene menos que nosotros, lo toleramos si es que roba por hambre y lo añadimos gustosos a la categoría de excluido normalizado, sujeto de política pública y de limosna. Pero al que lo hace para subvertir la injusticia simbólica mediante el consumo “suntuario” del cual se verá aún más privado tras la catástrofe, lo sindicamos rápidamente como monstruo, como fruto de la anormalidad, como objeto de la excepción, cuando es justamente la expresión de todo lo contrario.

Su acto de violencia, perpetrado en medio de un estado de excepción fundamentalmente ilegítimo, no es más que un intento de universalización de las condiciones sociales de existencia que percibe como “normales” en el capitalismo apremiante que lo inunda. Y es por eso que lejos de cualquier apariencia revolucionaria, su acto es en el fondo profundamente conservador: busca únicamente reproducir la universalidad capitalista sin cuestionar la raíz de la ilegitimidad sobre la que se fundamenta.

Los robos de plasmas, de litros de cerveza, de la carne para el asado, de la ropa de marca, de las sillas cómodas, que no se comparten con nadie y que probablemente serán protegidas con armas durante la próxima catástrofe, operan así como los indicadores, ellos sí monstruosos, de la legítima compulsión por subirse al desarrollo.
Y es por eso, más que por la violencia con que se ponen en práctica, que deben abrirse a la reflexión crítica.