¿TENEMOS LA OBLIGACIÓN MORAL DE ACEPTAR ESTA LEGALIDAD INTERNACIONAL?

by Antumi Toasijé, Panafricanist Historia Wednesday, Mar. 08, 2006 at 1:07 AM
toasije@yahoo.es

Es sabido que África es acreedora de una virtud que no le ha ayudado en nada en el escenario Internacional, que es no haber participado como agente nacional en ninguno de los grandes conflictos habidos en la historia de la humanidad.

La denominada ”Legalidad Internacional”, el acuerdo entre actores internacionales en el marco de ubérrimas instituciones de alto porte, no viene siendo sino la tumba secular de África. Los comienzos del concepto son antiguos, tan antiguos como la existencia de pueblos, reinos o naciones. Ya hace más de tres milenios se reseñan acuerdos comerciales y de no beligerancia entre Kemit y las naciones de Oriente Próximo basados en una legalidad internacional o ”costumbre” de paz y entendimiento entre pueblos, que la historia inmediatamente antes y después de esa afirmación, se encarga de desmentir.

Roma impone a Cartago, tras un segundo conflicto, los abusivos acuerdos referentes a indemnizaciones de Guerra en el marco de una ley entre partes con amplio precedente jurídico en ambas orillas del Mediterráneo, la ley de “los vencedores y los vencidos”. Más adelante, en la Edad moderna, el arbitrio de monarquías y coronas en el mundo de los cristianos es la autoridad papal, que sanciona la división del mundo, aún vasto, entre los contendientes más expertos en artes marineras de Occidente, los arrojados arrasadores de continentes; españoles y portugueses. El tratado de Tordesillas es pues un hito de la legalidad internacional, un pacto por la estabilidad de la cristiandad, un primer intento de desviar la avidez de Europa Occidental hacia lugares remotos y “vírgenes”. Este puede ser el inicio de la cosmogonía de la regulación del mundo entero (el orbe) por parte de grandes instituciones emanadas de un poder sobrenatural, llámese Dios entonces o Derechos Humanos hoy, ¿y quién mejor que los depositarios de los designios de Dios sobre la tierra para sancionar el pacto entre los fuertes? ya que, como es sabido, desde siempre, las victorias en el campo de batalla las otorga el Altísimo.

Pero al margen de estos ejemplos introductorios cuya pretensión no es otra que rescatar el concepto de una mercadeable marea de rabiosa actualidad televisada, la legalidad entre naciones, la surgida, al parecer tras la conformación de las naciones modernas, entendidas como los conjuntos de los nacidos (en principio sólo los hombres blancos) en un suelo patrio con supuestos derechos y deberes comunes, ese conjunto de pactos tácitos y escritos, ese juego de fuerzas y equilibrios, institucionalizado y codificado, casi testamental que sancionaba los avances y retrocesos jacobinos, ó que reordenaba la Europa postnapoleónica, tras las cenizas de la utopía imperial-republicana, uno de los desengaños más importantes de lo políticamente conceptuable, esa legalidad en concreto, es la que menos le ha convenido a África.

Afinando en el análisis, no cabe sino extrañarse de que las grandes fundaciones, los grandes pactos, los grandes tratados y las grandes declaraciones de fundamentos dentro del conjunto teogónico conocido como Legalidad Inter-Naciones, no surjan si no hay grandes conflictos y con demasiada frecuencia no surjan si no hay un conflicto de proporciones realmente colosales. Es tras ese conflicto cuando más se necesita del acuerdo, la razón se serena, y sea por culpa del ambicioso plan del corso post-revolucionario Bonapate, o del ambicioso plan del austríaco racista Hitler, tras el rescoldo de esas quimeras asesinas surge la legalidad Inter-Naciones, como una forma de reordenar el juego de intereses y de aquietar las bestias contendientes.

Es sabido que África es acreedora de una virtud que no le ha ayudado en nada en el escenario Internacional, que es no haber participado como agente nacional en ninguno de los grandes conflictos habidos en la historia de la humanidad, por lo menos desde el fin de la Edad Media, a no ser su propia liberación del yugo invasor europeo. Es cierto que importantes contingentes de personas africanas combatieron en la Gran Guerra Occidental y en la Segunda Gran Guerra Occidental y Asiática, es justo reconocer que centenares de miles de personas africanas dieron sus vidas por liberar al mundo de la pesadilla centroeuropea fascista. Sin embargo, estos mártires no son elementos del juego internacional sujetos de derecho colectivo sino objetos de uso por parte de otros colectivos-naciones, serán pues, para su desgracia en ese momento, los peones de sus señores, peones que más adelante se rebelarán para coronar África con el sueño de la libertad, mientras que otro tanto harán en la América racista los africano-americanos.

De la indiscutible virtud del alejamiento de los conflictos mundiales surge la desgracia del aislamiento y la consiguiente marginación en la toma de decisiones en el marco de las legalidades internacionales post bélicas. Son esas instituciones postbélicas, el Sistema de Naciones Unidas; Banco Mundial, Fondo Monetario Internacional, elementos más o menos legales como el G7, o la OTAN además del conjunto de leyes que propugnan, incluidos los grandes principios como la indiscutible (ni siquiera para democratizarla) Carta Universal de los Derechos Humanos o los acuerdos comerciales internacionales surgidos de la guerra indirecta de bloques (llamada guerra fría), los que mantienen a África al margen de la toma de decisiones internacionalmente relevantes que pudiesen ir en su propio beneficio aún a costa de otros.

Cuando entre 1884 y 1885 el canciller alemán Otto Von Bismark tomó resueltamente la decisión de arbitrar en el despiadado y ya iniciado reparto de África, un poco por desplazar tensiones en Europa, lo hizo apelando sin rubor al humanismo y al progreso. Se quería liberar África del “atraso”, la “esclavitud” y el “paganismo”, atrayéndola al mundo de promesas de felicidad que supondría la irrupción de la civilización mecanizada. En 1885, se había sellado un pacto sobre África que la repartía, recortaba, explotaba y manipulaba sin que ningún africano con un sable igual de grande a los de los europeos tuviera ocasión de sentarse a esa mesa. Un listado de los concurrentes, sorprendería sin duda, nadie quería perderse la ocasión de civilizar a los salvajes y ser recompensado como quien no quiere la cosa con ignotos tesoros: caucho, aceite de palma, marfil, oro, maderas nobles, cacao, café… La legalidad de la conferencia de Berlín sancionaba el fin de la esclavitud (porque el capitalismo, y no la legalidad internacional, la había matado) y el comienzo del expolio, saqueo, explotación, abuso, aturdimiento, desarraigo y división de los entonces quizás 300 millones de africanos viviendo al Sur del Sahara.

En los sesenta del pasado siglo las cosas habían cambiado poco. ¿Había sido la legalidad Internacional la que había expulsado a los europeos de África o había sido el esfuerzo de los sufridos excombatientes, los sindicatos, los intelectualesafricanos y africano-americanos, en combinación con la debilidad de la Europa postbélica, quienes habían logrado la hazaña? La legalidad internacional, miró a otro lado (del Atlántico se entiende) cuando Lumumba apelaba, con la ingenuidad que caracteriza a los grandes personajes, a esas instituciones que la amparaban, ante el aferramiento belga a Katanga. Incluso cuando Naciones Unidas con crecientes contingentes de países poblados por personas negras se veían en la obligación de condenar el aferramiento portugués a los territorios de su utópica fantasía luso-universalizada ó cuando se veían las naciones ”civilizadas” en la necesidad de condenar y reprender el sistema surafricano de hegemonía blanca… jamás un casco azul de la ONU puso un pié sobre África para defender a personas negras del ataque o la opresión proveniente de personas blancas, si bien ha hecho lo contrario en gran número de ocasiones aun cuando eso fuese sólo una posibilidad remota ideada por una mente febril en una pesadilla absurda. Siendo honestos, si la ONU ni siquiera socorrió a las poblaciones de origen indio que se veían obligadas a abandonar la Uganda de Idí Amín Dadá porque sencillamente no valía la pena arriesgarse por un conflicto entre “tercermundistas”, ¿que se podía esperar de su actuación en conflictos entre africanos y europeos?

En los setenta y los ochenta, nada cambió: ¿Fue la legalidad internacional la que acabó con las guerras calientes de la época de la guerra fría? O fue el desgaste del gigante ruso sin más lo que abrió el terreno a las guerras en pos de los minerales mágicos que hacen funcionar la industria electrónica mundial. El ejemplo de Rwanda es quizás el más doloroso de relatar aquí, la candidez de pensar que la responsabilidad de la contención del cóctel explosivo ideado por los especuladores del mineral, estaba en los organismos internacionales combinada con un cierto chauvinismo africano, que a veces aflora, cómo no, bajo la solución del mirar a otro lado.

La legalidad internacional ha establecido que unos países pueden imponer aranceles a las importaciones de productos competidores al tiempo que subvencionan actividades improductivas, mientras que otros son severamente sancionados si hacen lo propio. Establecen los organismos internacionales que los créditos de usura que paga África son legales, porque África que no es parte firmante del G7 es la deudora y no la acreedora. El error más escandaloso si cabe lo impulsa la creencia ciega en los postulados de los organismos defensores de los derechos económicos de quienes tienen economía que ser salvaguardada. En los noventa del siglo veinte, la legalidad internacional dicta que los fármacos indispensables para contener la mayor peste que se cierne sobre el mundo, el SIDA, no pueden ni deben ser replicados por aquellos países con capacidad para hacerlo. Este paradigma de la legalidad internacional cuesta la vida a millones de seres humanos, el escándalo es tal que algunos países deciden saltarse la norma, todo tiene un límite. Entonces la legalidad internacional reacomoda su estrategia puesto que existe un axioma elemental que afirma que una ley debe poder cumplirse para que se cumpla.

En tanto que africanos, debemos reservarnos el derecho a decidir si la legalidad internacional vale un sólo muerto más. Una legalidad entendida en otros términos deberá surgir del consenso basado no en la fuerza de las armas sino en la fuerza moral del voto de las poblaciones del Planeta, esa legalidad consensuada bajo la premisa de la equidad en la diferencia, quizás podrá ser y deberá ser respetada. Una legalidad que comprende que no hay un principio moral que dirige a los fuertes y despista a los débiles, que ni Dios ni los Derechos Humanos están detrás de un orden Cósmico que sitúa a los “mejores” por encima de los “peores”, un esquema quizás útil para la supervivencia antaño, pero eso era mucho antes de que se inventaran armas capaces de matar al propio Dios.